¡A romper tejas!
No he conocido a un pastor que no estuviera de acuerdo con la observación de Dietrich Bonnhoeffer, el teólogo alemán que muriera durante la Segunda Guerra Mundial. Desde su celda en el campo de concentración de Flossenburg, escribió: «La Iglesia solamente es Iglesia cuando existe para los demás». Todos los pastores que conozco hablan con pasión de lo importante que es ganar y bendecir a aquellos que están afuera de la iglesia. No obstante, seamos honestos; muchas veces resulta difícil reconciliar nuestras palabras con los hechos. Si la acción es el fruto de una convicción, si «por sus frutos los conoceréis», entonces la conclusión es ineludible: muchos pastores y congregaciones no sienten el menor interés por sus comunidades.
El síndrome se basa en mi lectura de Marcos 2. Jesús se encuentra enseñando dentro de una casa y unos hombres le llevan a un paralítico. Ellos quieren que su amigo pueda acercarse a Jesús, pero una multitud se agolpa a las puertas, creando una verdadera barricada humana. No existe manera de pasar entre la gente para llegar hasta donde está el Señor. Por esto, los hombres rompen el techo y bajan al paralítico por un agujero. Jesús, al ver la fe de ellos (estos sí son amigos), perdona al paralítico y luego lo sana.
Como es de esperarse, la controversia inmediatamente se manifiesta entre los religiosos
El síndrome de las tejas ocurre cuando estamos tan concentrados en lo que Jesús está proclamando que le damos la espalda a los necesitados que están afuera del edificio. En lugar de ser puente nos tornamos barrera. Ocurre cuando valorizamos más el orden que la restauración de vidas destrozadas. Ocurre cuando es mayor nuestro desasosiego por el hecho de que las cosas se rompan que la pasión que nos genera ver a los quebrantados restaurados. Ocurre cuando las actividades de la iglesia se reducen a predicar a Jesús y nos olvidamos de practicar el perdón y la sanidad de nuestro Señor. Es lo que ocurre cuando sentimos tanto miedo de ofender a los religiosos de nuestro medio (los dueños de casa) que dejamos de asumir riesgos a fin de alcanzar a algunos para Cristo.
El síndrome de las tejas se manifiesta cuando mi programa, mi ministerio, mi título, mi privilegio, mi comodidad es más importante que las necesidades de aquellos que me rodean. Es cuando la iglesia existe para sí misma, y los de afuera ¡qué se arreglen como puedan!
Hace muchos años me invitaron a compartir la Palabra en una pequeña congregación en un pueblo del interior. Llegué media hora antes del culto. El edificio estaba aún cerrado, por lo que me dirigí a la calle principal. En ese lugar miles de personas se había reunido para participar en una maratón auspiciada por la comuna. Una banda de músicos los acompañaba desde una plataforma. Los vendedores de café no daban abasto. Los corredores se concentraban en sus ejercicios de precalentamiento. La radio local comentaba el evento. Era toda una fiesta.
Me regresé a la iglesia para descubrir que ya estaba abierta. Un diácono me saludó en la puerta y me condujo a una pequeña oficina. Antes de orar me compartió lo molesto que estaba. El viernes se le había añadido una nueva capa de asfalto a la playa de estacionamiento de la iglesia. Alguien («seguramente algunos de los que participan en la maratón» —señaló) había subido con su camioneta a la playa, dejando huellas hundidas sobre la superficie.
El resultado fue que los diáconos habían convocado una reunión de emergencia, decidiendo destinar algunos ahorros de la iglesia para instalar un portón que impidiera el ingreso a la playa. De esta manera esperaban ellos evitar que sufriera algún daño mayor.
Inmediatamente decidí predicar sobre Marcos 2. Leí el texto y le pregunté a la congregación: «¿qué tejas están dispuestos a romper? ¿qué es lo que están dispuestos a perder con tal de que algunas de las personas allá fuera lleguen a conocer a Jesús?» La congregación me observó impávida, desinteresados en tocar la vida de otros. Aquello parecía un funeral.
Pocas veces he visto a la gente salir tan rápido de una reunión como en aquella ocasión. ¡No creo que el apuro se debiera al deseo de predicarle a los maratonistas!
¿Qué es lo que estamos protegiendo?
Me ha llevado muchos años entender la lección de la buena historia que nos presenta Marcos 2. Durante mucho tiempo me dediqué, en mi propia congregación, a la tarea de cuidar las tejas, mientras que continuaba hablando de lo importante que resulta ocuparse de la comunidad. Un día, sin embargo, me di cuenta de que la congregación entera podía desaparecer y la comunidad ni siquiera se percataría de nuestra ausencia. Dudo, también, que les importara.
Estábamos juntos, reunidos para escuchar la Palabra de Jesús, impidiendo que los de afuera entraran. Disfrutábamos inmensamente nuestros encuentros, pero veíamos muy pocas manifestaciones del transformador perdón de Jesús, y menos aún de las asombrosas sanidades de Jesús. De seguro que esto nos ayudaba a evitar las controversias, pero nuestra postura también nos llevó a evitar el contacto con quienes más necesitaban el perdón y la sanidad de Jesús.
Así comenzó mi propia transformación. Estoy cambiando, en palabra y hechos, muy lentamente. También la iglesia, con la misma lentitud, esta cambiando en palabra y en hechos. Nos hemos arrepentido de ser una pared de espaldas y nos estamos convirtiendo en un pueblo con vocación de romper tejas. En términos prácticos, esto es lo que está ocurriendo en nuestra congregación:
1) ¿Cuáles son las necesidades de ellos y de qué manera podemos nosotros propiciarles bien? (versus la pregunta ¿cuáles son nuestras necesidades y qué nos trae bien a nosotros?)
2) ¿Qué proyectos están realizando ellos que están logrando buenos resultados, y cómo podemos nosotros expresarles nuestra gratitud? (versus la pregunta, ¿qué están haciendo mal ellos, que deberíamos denunciar?).
Por una diversidad de razones alto porcentaje de la población de nuestra comunidad son madres solteras o familias de bajos recursos. Cuando comencé a preguntarle a la congregación qué tejas estábamos dispuestos a romper con tal de tocar y bendecir la vida de nuestra comunidad, una mujer compartió su propia experiencia. De estar casada, con una holgada condición económica, había pasado a ser una madre soltera que luchaba, semana tras semana, por darle de comer a su familia. Nos compartió que los dos peores momentos del año para ella eran el inicio del año escolar y la Navidad. En estos dos momentos sentía con mayor fuerza las limitaciones económicas con las que vivía.
Por iniciativa de esta mujer comenzamos un programa para ayudar a familias de escasos recursos. Aprovechamos el momento en el que los niños regresan a la escuela para reunir ropa, útiles y zapatos, los cuales les ofrecemos en forma gratuita. Cuando las familias llegan para buscar los elementos que necesitan, pueden aprovechar también un servicio gratuito de mecánica para sus carros, o de peluquería para hacerse un corte de cabello.
Llevamos tres años con este programa. Sí, algunas personas se abusan —son las tejas que invariablemente se rompen por el camino—, pero también hemos visto muchas situaciones en las que el perdón y la sanidad de Jesús fluyen hacia la vida de quienes aún no lo han conocido.
El año pasado lanzamos también nuestro primer programa navideño. Instalamos dos locales con regalos gratuitos. En uno, los niños pueden buscar regalos para sus padres, y en el otra, los padres pueden buscar regalos para sus hijos. Incluye un servicio para envolver los regalos y un almuerzo con un muy buen programa de música.
Todas las veces que organizamos esta clase de eventos yo intento motivar a la congregación con un discurso parecido a este: «En este día ustedes serán la voz de Cristo, sus manos, sus pies, sus ojos y su corazón. Si la gente que venga al evento ve a Jesús será porque lo ven en ustedes. Y, al igual que Cristo, estamos llevando realizando más que un servicio a la comunidad. No estamos simplemente sirviendo, sino cultivando la actitud de Jesús —ser siervos en nuestros corazones.
La vida, las circunstancias y algunas decisiones desacertadas han dejado a estas personas en un estado económico muy precario. Esta gente necesita hoy algo más que útiles escolares, un servicio para su auto o un corte de pelo. Podemos ofrecerle todas estas cosas, sin ofrecerles lo que más necesitan, o sea —lo que sería aún peor—, darles con una mano estos regalos mientras que, con la otra mano, le quitamos lo más precioso que pueden poseer. Lo que más necesita esta gente es dignidad. Es el sentir que son amados y dignos de amar. Es percibir el valor infinito que tienen a los ojos de Dios, y a los ojos del pueblo de Dios. Si le damos todas las otras cosas pero no les damos dignidad, habremos fracasado. Hoy recibiremos a reyes, reinas, princesas y príncipes. ¡Recibámoslos con la dignidad que merecen!»
Los pueblos de la tierra a la vuelta de mi casa
El otro grupo con el que hemos intentado trabajar son los indígenas, las personas que habitaron esta tierra antes que nosotros. En el verano del 2005 Dios quebrantó mi corazón a favor de ellos. Me ordenó que me pusiera de pie y que emprendiera algo por ellos. Mi reacción inicial fue la de huir a Tarsis, pero sabía que por ese camino me esperaban tormentas y bestias. Así que, me levanté y salí rumbo a Nínive. Entonces descubrí que Nínive está a la vuelta de mi casa.
Pude conocer a un pueblo de corazón humilde y noble, con corazones heridos que deberían estar llenos de odio, pero no lo están. Son personas a quienes les robamos las tierras, la cultura, el idioma y la libertad. Les robamos los hijos y las hijas, obligándolos a asistir a nuestras escuelas y a convertirse a nuestra religión. A pesar de todo, ellos no nos odian.
Necesitaría otro artículo completo para compartir la forma en que Dios se ha movido en esto. Basta con señalar que nuestra congregación ha salido de una postura de indiferencia y apatía, la cual estaba escondida bajo oraciones piadosas, recibiendo una verdadera carga por servir, amar y acompañar a los grupos indígenas de nuestra zona, sin importar las tejas que se puedan romper por el camino. Yo tengo grandes expectativas de lo que Dios hará con este proyecto y estoy dispuesto a desarmar el techo entero si es lo que se requiere para afectar la vida de estas personas.
Gratitud hacia los policías
La segunda pregunta que nos hemos estado haciendo es: ¿Qué proyectos está realizando la comunidad con los que está logrando buenos resultados?; ¿cómo podemos expresarles nuestra gratitud? La respuesta a esta pregunta también nos abrió puertas a dos grupos: la policía y los maestros. Estos dos grupos de personas, que no reciben mucha compensación monetaria por el servicio que brindan, se entregan enteramente a favor del prójimo. No obstante, pocas veces reciben expresiones de aprecio.
Decidimos acercarnos a ellos para agradecerles el servicio que prestan
Un oficial de policía es miembro de nuestra congregación, por lo que con e´l comenzamos a trabajar para crear situaciones en las que podíamos expresarle nuestra gratitud y aprecio a quienes velan por nuestra seguridad. En el verano, un viernes por mes organizamos una barbacoa en una de las estaciones de policía. En los primeros encuentros solamente unos pocos policías aceptaban el convivio. Llegaban, asustados, comían rápido y se iban. Estaban en guardia porque pensaban que algo les queríamos sacar. Pero nuestra persistencia trajo sus frutos. Ahora, literalmente todo el destacamento participa. Hasta los oficiales que no están de servicio llegan. Hablan con nosotros y nosotros con ellos. Se han iniciado valiosas amistades.
Lo que cambió el ambiente en esos encuentros, además de nuestra insistencia en realizarlas, fue un banquete que organizamos el año pasado para los oficiales y sus esposas. Le indiqué al tesorero de la iglesia que ocupábamos bastante dinero para realizar un encuentro de calidad y él se dedicó a levantar los fondos necesarios. Armamos un equipo y, en conjunto con el capellán, organizamos el evento. Invitamos a toda la alianza ministerial de nuestro pueblo a servir la comida. Elaboramos un menú repleto de sabrosos platos. Un grupo de voluntarios armó un divertido sketch sobre la historia de la policía. Hicimos una presentación, en diapositivas, de diferentes miembros de la policía en escenas donde están sirviendo a la comunidad. Un matrimonio con muchos años de servicio en la fuerza pública dio su testimonio de cómo su fe en Cristo les ha ayudado a sobrellevar los momentos más difíciles en su vida.
Y luego, yo terminé el encuentro, no con una prédica, sino agradeciendo a los policías por el servicio que brindaban a la comunidad. Los comparé con los centuriones del primer siglo. «Jesús», les mencioné, «se topó con muchas personas que eran difíciles de amar, pero nunca se cruzó con un centurión que no le cayera bien. Gracias por ser nuestros «centuriones». Para cerrar, y aprovechando el permiso que nos habían dado, invité al jefe de la policía a pasar adelante y oramos por él y todo el destacamento que dirige. ¡Todos estaban emocionados! Policías que habían llegado al evento con desconfianza se retiraron alegres y orgullosos de la profesión que desempeñaban. El capellán nos contó que al otro día el único tema de conversación fue el banquete que habían organizado las iglesias.
También recordamos a los que enseñan
Estamos organizando un evento similar para los maestros de las escuelas públicas. Este es otro grupo que realiza una tarea de vital importancia para la comunidad que muchas veces lo único que reciben es reclamos o reproches.
Ya estamos preparando un banquete del que participarán maestros y sus cónyuges, pero también estamos animando a los padres de nuestra congregación para que periódicamente le expresen su aprecio a los maestros de sus niños. El compromiso que hemos asumido nos ha ganado un lugar de respeto en las escuelas de la comuna. Hace poco me invitaron a dar dos charlas «motivadoras» en escuelas de la zona. Existe la posibilidad de que comparta una charla con todo el distrito en uno de los días que apartan para capacitación. En estas ocasiones no escondo mis convicciones más profundas, pero tampoco me dedico al proselitismo.
En la mayoría de los casos llego a estos eventos con el deseo de bendecir, confiado de que, tal como enseñó Jesús, que «si le dejamos nuestra paz a quienes nos reciben» el evangelio echará raíces allí y dará su fruto (Lc 10.5–7).
En estos días he estado leyendo el capítulo de Jonás en forma paralela a una lectura de Hechos 27 y 28. Ambos relatan la historia de un adorador de Dios en un embarcación con tripulación pagana. Ambos relatos refieren una violenta tormenta que provocó que botaran la mayor parte de la carga al mar. Pero esos son los únicos puntos que tienen en común. Jonás está huyendo de Dios. Cuando lo confrontan, se muestra soberbio, despreciando a los marineros. El resultado es que un solo camino salvará a aquellos marineros de la muerte segura: deberán echar por la borda al hombre que adora a Dios.
El relato de Hechos muestra una causa distinta. El apóstol es parte de la travesía precisamente porque está obedeciendo al Señor. Es un prisionero de Roma, pero un ángel del cielo. Cuando los marineros entran en pánico, Pablo se muestra sabio, humilde y útil. Les da a entender que siente un profundo interés por la vida de ellos. El resultado es que un solo camino salvará a aquellos marineros de la muerte segura: deben seguir las instrucciones del hombre que adora a Dios. Hemos descubierto que cuanto más nos ocupamos de la gente en esta comunidad, azotada por las tempestades —cuanto menos denunciemos y más bendigamos y sirvamos— más permiso nos dan ellos para estar al mando de la embarcación. Semana tras semana estamos viendo cómo ingresan a la congregación nuevas madres solteras, maestros y maestras, policías con sus familias y otros que nuestra vocación de servir ha afectado. Lo único que hemos necesitado para lograr ese acercamiento es la disposición de romper algunas tejas.
Se adaptó de la revista Leadership, enero 2007, ©Christianity Today. Se usa con permiso. Todos los derechos reservados.
Los derechos de la traducción pertenecen a Desarrollo Cristiano Internacional, ©2010. Apuntes Pastorales XXVI-3, edición de abril – junio de 2010.