El grito de los desesperados
Los discípulos mostraron incomodidad por causa de la mujer que perseguía a Jesús, pidiendo a gritos socorro para su hija. El comportamiento de esta mujer resultaba inapropiado para un lugar público, lo cual seguramente molestaba al puñado de hombres que acompañaban al Maestro de Galilea. Creo, sin embargo, que también podemos identificar en los discípulos la misma incomodidad que nos produce la presencia de otros que manifiestan más pasión que la nuestra, incluso, a pesar de que esa pasión, a nuestros ojos, esté mal expresada.
En esta pasión quisiera que nos concentráramos en la reflexión de hoy. Sin duda, la desesperación de esta mujer se relaciona con esa especial dedicación que tienen las madres por sus hijos. Recuerdo haber leído en un diario una nota sobre un hecho asombroso de una mujer que, para rescatar a su bebé atrapado debajo de un auto, levantó el vehículo sin ayuda. La desesperación le proveyó una fuerza que no hubiera podido desplegar en ninguna otra circunstancia. La Palabra afirma que encontraremos al Señor cuando lo busquemos «de todo corazón y con todo el alma» (Dt 4.29).
No obstante su vocación, la madre también manifiesta la desesperación de quien ha «quemado sus últimos cartuchos». No sabemos a qué otros tratamientos había recurrido hasta el momento. Lo que sí resulta claro es que la mujer vio en Cristo la salvación para su hija. Seguramente había recibido reportes de los asombrosos acontecimientos que acompañaban el ministerio del hombre de Galilea. Se acercó a Jesús dando rienda suelta a la desesperación que golpeaba contra su corazón, sin considerar por un instante la necesidad de la discreción.
En ese momento encontramos una las escenas más extrañas de los evangelios. Jesús, que en otras ocasiones hubiera atendido su necesidad, siguió caminando serenamente en silencio. La mujer, lejos de desistir, siguió gritando de manera que provocó en los discípulos la incomodidad que hemos mencionado. Frente a la demanda de ser atendida Jesús insistió en negarse: «No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos» (v. 26). La frase claramente alude a una limitación que el Padre le había impuesto al Hijo: su misión era ministrar a la casa de Israel. Sin necesidad de escudriñar las razones por las cuales se dieron estas directivas podemos ver, una vez más, la absoluta sumisión de Cristo a esta limitación.
Claramente revela que no toda oportunidad que tenemos enfrente para ministrar necesariamente forma parte del proyecto de Dios para nuestras vidas. Observamos que la mujer no se dio por vencida. Lejos de volver a su casa, insistió aún más para que Jesús atendiera a su hija. ¡Es esta insistencia la que hace la diferencia en el reino! La Palabra afirma que encontraremos al Señor cuando lo busquemos «de todo corazón y con todo el alma» (Dt 4.29). La razón por la que está semi-apagada la llama de la vida espiritual en nuestros corazones no es por la intensidad de la maldad que nos rodea sino por la debilidad de nuestra propia pasión. Para aquel que busca a Dios a medias, ¡su experiencia con al Señor resultará a medias!
COMENTE: ¿Qué tenía en mente Jesús cuando se refirió a la comida para los hijos? ¿Por qué se asombró ante la respuesta de la mujer?
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