¡Glorificado en la tierra!
Nuestra pequeñez como seres humanos se manifiesta claramente en el final de este relato. Él les preguntó a los escribas: «¿Qué es más fácil, decir al paralítico: “Tus pecados te son perdonados”, o decirle: “Levántate, toma tu camilla y anda”?» Nuestra tendencia a creer que la sanidad es más compleja revela cuan poco entendemos de la problemática del pecado y lo profundamente que ha afectado nuestra situación espiritual. Para el Señor, la sanidad del cuerpo no es más que un trámite. No así con la realidad del pecado, que demandó de la muerte de un Hijo para su solución. Nosotros, sin embargo, siempre nos sentimos atraídos por lo espectacular, creyendo que aquí se ven las manifestaciones más absolutas del poder de Dios. El testimonio de una conversión apenas provoca en nosotros un bostezo. ¡Una sanidad nos tiene saltando de alegría!
Esta tensión se manifiesta en forma permanente en el ministerio. Elevamos lo secundario a un lugar que no merece, y convertimos las sanidades y liberaciones en el centro de la actividad de la iglesia, como si estas fueran la razón de su existencia. Olvidamos que el cuerpo va hacia la muerte, pero el espíritu permanece para siempre. Como siervos del Altísimo no debemos perder nunca de vista que nuestro llamado es a redimir a las personas para la eternidad. En su bondad, Dios añade sanidades y otras manifestaciones de su misericordia.
Ni bien pronunció las palabras Jesús, el hombre «se levantó y, tomando su camilla, salió delante de todos». Así de sencilla y dramática fue la intervención de Cristo. No creó suspenso, ni trató de prolongar el momento, ni buscó la manera de crear un espectáculo entretenido para la gente. La vida de una persona estaba en juego y la trató con la dignidad y el respeto que merece cada uno de los que han sido creados a la imagen del Dios eterno.
Observe el resultado de su ministerio: «todos se asombraron y glorificaron a Dios, diciendo: “Nunca hemos visto tal cosa.”» Este debe ser el objetivo de todo ministerio conducido en santidad y temor de Dios: que el Padre reciba toda la honra y la gloria por lo que se logra usando los dones y la gracia que él nos ha cedido. ¡Cuánta tristeza que sus ministros tantas veces le roban la gloria que es de él, atribuyéndose aquellos resultados que son el producto exclusivo de la intervención divina!
Hace unos años, en nuestro país, surgió uno de estos pastores «súper-estrellas,» a las cuales las multitudes siguen por un tiempo. En el boletín de la iglesia vi la foto de este pastor, conduciendo una campaña en un estadio de fútbol. En la foto el pastor estaba parado delante de uno de los arcos y la leyenda al pie de la imagen decía: «Otro golazo del pastor .», un lamentable comentario no solamente del pastor, sino de la gente que lo rodeaba.
Debemos esforzarnos para que nuestra actitud sea la misma que tuvo Juan el Bautista, cuando exclamó: «¡Es necesario que él crezca, y que yo disminuya!» (Jn. 3.30).
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