Ojos que ven, Oídos que oyen
En nuestro atribulado continente de América Latina una de las manifestaciones más comunes es la desesperanza de la población. Somos testigos de robos, asaltos, catástrofes naturales, injusticias y perjuicios que son el fruto de la corrupción de algún funcionario. Inevitablemente, aparece algún medio televisivo para entrevistar a las víctimas. Sin importar el país en el que haya sucedido la situación, el reclamo es siempre el mismo: «Solamente pedimos que alguien aparezca y nos ayude».
Los ojos y el tono de voz con el que realizan este pedido delatan que, desde hace mucho tiempo, han perdido la esperanza de que alguien se compadezca de su situación. Y mucho menos esperan una respuesta de parte de los funcionarios del gobierno. Tristemente, la denuncia del profeta Ezequiel también describe a muchos de los que ocupan cargos políticos: «Ustedes beben la leche, se visten con la lana y matan a los mejores animales, pero dejan que sus rebaños pasen hambre. No han cuidado de las débiles; no se han ocupado de las enfermas ni han vendado las heridas; no salieron a buscar a las descarriadas y perdidas. En cambio, las gobernaron con mano dura y con crueldad» (34.3-4 – NTV).
No hemos de sorprendernos que entre las personas que no han sido transformadas por la gracia y el amor de Dios existan estos niveles de indiferencia hacia los que más compasión necesitan. Esta otra de las manifestaciones que produce el pecado en nuestros corazones.
La desesperanza de la gente, no obstante, es desgarradora. Quizás esto es lo que percibió Jesús cuando miró a Jerusalén y lloró por ella. Se conmovía porque veía a la gente como ovejas sin pastor.
El autor de Hebreos quiere que sepamos que la indiferencia que vemos en las autoridades terrenales es diametralmente opuesta al espíritu de tierna compasión que caracteriza a nuestro Gran Sumo Sacerdote. La palabra que emplea, en el griego, para describir esta capacidad es simpatía. El sentido original significa sufrir con otro, experimentar en carne propia la angustia del prójimo. Jesús nos puede socorrer porque él también es uno de nosotros.
La razón por la que Jesús puede hacer esto es porque él también «es del pueblo». No se crío en un palacio, ni disfrutó de los privilegios y las comodidades que han acompañado la vida de muchos gobernantes. Vivió como uno más del pueblo. Comió la misma comida que nosotros y luchó con las mismas dificultades que afrontamos día tras día. Ha gustado, en carne propia, el amargo sabor de la traición, el desencanto de ser valorado solamente por lo que podía dar, la decepción de que sus mejores amigos se quedaran dormidos en el momento que más los necesitaba.
No existe situación que estemos enfrentando que él no pueda comprender. Y, en medio de la angustia y la aflicción, contar con alguien que nos entiende trae alivio a nuestra alma. Es uno de los regalos más preciosos que podemos recibir: saber que otro entiende nuestro dolor.
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