Pueblo mío

Como parte de este proceso de comparar el antiguo y el nuevo pacto, el autor de Hebreos echa mano de una porción de una carta que el profeta Jeremías escribió a los israelitas. Hacía un año que Jerusalén había sido arrasada por los babilonios y la mayoría de la población llevada al cautiverio. El desánimo, el desconcierto y la amargura se habían instalado en el corazón del pueblo.
En medio de este desconsuelo el Señor anuncia que el exilio no durará para siempre. Vendrá el día en el que reunirá a su pueblo y volverá a traerlos a Israel. La razón, señala el Altísimo, es porque él los ha amado con amor eterno (Jeremías 31.3).
Lo llamativo de este pasaje es que nos permite ver cuál es el anhelo profundo del corazón de Dios para con su pueblo. Cuando él los sacó de Egipto les había propuesto que ellos fueran su especial tesoro de entre todas las naciones de la Tierra. Es en ese contexto que fue dada la ley. La ley proveía orientación en cuanto a la clase de pueblo que Dios deseaba, pero el fin de la ley no era el cumplimiento rígido de las reglas, sino el marco para una relación de amor entre Dios y el pueblo. La vida siempre fluye de adentro hacia afuera.
En el texto de hoy vemos que Dios busca mucho más que gente fiel a un sistema religioso. Su deseo es producir en nosotros tal transformación que sus leyes estén escritas en nuestras mentes y en nuestros corazones. Si pensamos en una pared donde se ha escrito con pintura un mensaje, tendremos una idea de lo que pretendía el Señor. Su anhelo era que ante cualquier mirada hacia nuestro interior lo primero que resaltara fueran sus preceptos.
¿Por qué resultaba tan importante atesorar la Palabra en el corazón? Porque la vida fluye de adentro hacia fuera. Hoy estamos acostumbrados a pensar que la vida está definida por nuestro entorno, por lo que invertimos mucho tiempo buscando un entorno propicio para la clase de vida que quisiéramos vivir. Está de más decir que nunca alcanzamos a echar mano de ese entorno, porque no ejercemos control sobre él. Las circunstancias pueden sumarle algún ingrediente agradable a la vida, pero la calidad de nuestra existencia depende enteramente de la realidad que gobierna el interior de nuestro ser.
Es ese espacio el que desea ocupar el Señor. Es el lugar que tenemos reservado para aquellas personas que amamos profundamente. Es el sitio de donde fluyen nuestras motivaciones, del cual emanan nuestras decisiones y provienen nuestras palabras. En síntesis, el corazón es el que gobierna nuestras vidas. El cumplimiento ciego de una serie de ritos jamás impactará el hombre interior. Cultivar, en la intimidad de nuestro espíritu, una historia de amor, es lo que nos permitirá ser, para el Señor, su especial tesoro.
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