Vuelta atrás
La Nueva Traducción Viviente nos ofrece esta versión del versículo 12: «Hace tanto que son creyentes que ya deberían estar enseñando a otros. En cambio, necesitan que alguien vuelva a enseñarles las cosas básicas de la palabra de Dios…».
El término «deberían», en el griego, generalmente se emplea en el contexto de una deuda monetaria o moral. Es decir, los receptores de la epístola estaban en deuda con quienes habían invertido tanto tiempo en su formación y, por ende, con Dios, pues es el Señor el que provee a la Iglesia pastores y maestros para su edificación.
El concepto no deja lugar a dudas de que el Señor pretende que nosotros realicemos en otros una inversión similar a la que él ha hecho en nuestras vidas. Un ejemplo claro de este principio lo encontramos en el hombre de Gadara, que había sido librado de una legión de demonios. Sin duda la gratitud hacia quienes habían mostrado tanta compasión hacia él lo motivó a rogarle a Jesús: «Llévame contigo». El Señor, sin embargo, nos sorprende al negarle el pedido. «… Ve a tu casa y a tu familia y diles todo lo que el Señor ha hecho por ti y lo misericordioso que ha sido contigo…» (Marcos 5.19 – NTV). El resultado de esta acción fue que muchos de los que escucharon su testimonio quedaron asombrados de lo que decía. Así, la semilla de la Palabra también comenzaba a ser plantada en otras vidas. La verdad que no se transforma en vida pierde su poder
La historia ilustra un importante principio: la verdad que no se convierte en vida, pierde su poder. Esta es, quizás, la principal razón por la que nuestras congregaciones están pobladas por personas que son conocedoras de la Palabra pero no viven vidas que proclaman una transformación profunda en su carácter. Durante años han almacenado en sus cabezas información acerca de la vida espiritual; algunos han sido asiduos asistentes a cuanto estudio se organizó en la Iglesia. No obstante, la falta de vivencia de esas verdades se ha convertido en un verdadero escollo para entender los misterios del Reino.
No son los años de estudio los que hacen la diferencia, sino la intensidad con la que se ha intentado vivir la Palabra, en el contexto de la rutina cotidiana. Ese ejercicio es el que nos provee de la agilidad espiritual para entender los misterios del Reino. Cuando falta este elemento, la comprensión se vuelve torpe y trabajosa.
La frustración del autor de la epístola no se debe solamente a la lentitud de comprensión que demuestran los hebreos, sino a que lo obligan a volver al «ABC» del evangelio. Cuando no vivimos conforme a la verdad no logramos retener siquiera los principios más rudimentarios del Reino. Al igual que el maná en el desierto, la Palabra que no se consume acaba echándose a perder. Por esto, el acento en nuestras vidas debe ser siempre en lo que ocurre después de escuchar la Palabra. Ese es el momento que todo lo define.
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