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Vida Cristiana

El afan por ser vistos

24 marzo, 20101371 visitas

En una primera mirada a Mateo 23, advertimos los errores que Jesús identificó en el estilo de ministerio que ejercían los fariseos.
Cuando un estilo de trabajo se populariza resulta fácil creer que dicho camino es el único del que disponen quienes lo practican. El respeto y el prestigio del que gozaban los fariseos seguramente había convencido a muchos judíos de que no existía otra forma de agradar a Dios que la rigurosa vida que aquellos proponían.El pastor que quiere ser eficaz rechaza todo aquello que incremente la distancia que existe entre su vida y la del pueblo. La ausencia de otros modelos tampoco estimulaba a una honesta evaluación de las carencias que poseía el sistema de influencia utilizado por los fariseos.
Hoy observamos esa misma falta de capacidad de reflexión frente a los estilos de liderazgo popularizados entre algunos pastores. Pareciera que la ambición por los títulos, el amor por la plataforma y el afán por amontonar personas son el común denominador a muchos ministerios, a tal punto que nos sentimos tentados a resignar los sueños de otro estilo de pastorado.
En Mateo 23 Jesús deja en claro que la popularidad de un estilo de trabajo no necesariamente le otorga legitimidad. Desafió a sus discípulos a pensar en el ministerio desde una óptica radicalmente diferente a la de la cultura de los fariseos. Los principios que compartió con ellos no han perdido su vigencia, a pesar del paso de los siglos.
Muchas palabras, poca vida
El primer error que Cristo identifica en la vida de los fariseos es la contradicción que existe entre los dichos de su boca y la forma en que viven. «De modo que hagan y observen todo lo que les digan; pero no hagan conforme a sus obras, porque ellos dicen y no hacen»(3). El ministro que aspira a ser un medio de transformación en la vida de las personas deberá tener la convicción inamovible de que impacta más por lo que es que por lo que predica. Diez encuentros para dar una completa enseñanza sobre el tema de la oración o el discipulado no podrán lograr el mismo impacto que las frecuentes oportunidades que tenga la gente de observar a su pastor orando o formando discípulos. De hecho, los mismos discípulos de Cristo pidieron instrucción sobre el tema de la oración porque se percataron de que este era uno de los ejercicios espirituales básicos en la vida de su Maestro.
Los fariseos se presentaban ante el pueblo con una doctrina cuidadosamente confeccionada. No existía aspecto de la vida sobre el cual no hubieran reflexionado con profundidad. Para cada tema poseían un arsenal de textos que marcaban el camino que debían seguir los devotos. No obstante este elaborado desarrollo intelectual de la verdad, sus vidas frecuentemente revelaban alarmantes carencias de madurez espiritual. No exhibían la ternura, la compasión, la sensibilidad, ni la humildad que son las marcas normales de un corazón moldeado por Dios. La aspereza de sus corazones muchas veces acababa neutralizando las enseñanzas con las que pretendían instruir al pueblo.
En los sistemas educativos de este mundo es posible que el mensaje y el mensajero estén completamente divorciados, pero en el reino de los cielos la calidad del mensajero es aún más relevante que el mensaje que entrega, pues su vida será la que le dará a su palabra el peso necesario para producir el tan deseado impacto.
Muchas instrucciones, poca compasión
Un segundo elemento que Cristo condenó en los fariseos era que ellos «atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre las espaldas de los hombres, pero ellos ni con un dedo quieren moverlas». Un error en el que caemos los pastores, con demasiada frecuencia, es creer que nuestra tarea consiste en anunciarle a las personas lo que Dios espera de ellas. No cabe duda de que una de nuestras responsabilidades es ayudar al pueblo a entender los preceptos de la palabra de Dios, pero ¡cuánto exceso de enseñanza existe en nuestras congregaciones! El pueblo está saturado de reuniones en las que les presentamos interminables listas de exigencias para «vivir la vida» a la que han sido llamados. No percibimos que muchas veces los llevamos a vivir bajo un verdadero agobio, pues les resulta imposible cumplir siquiera con diez por ciento de todo lo que escuchan. Nuestra efectividad en el ministerio depende del grado de cercanía que logremos a las personas que intentamos ayudar. Cristo claramente esperaba de sus ministros que invirtieran más tiempo en ayudar a las personas a vivir las verdades de Dios que en señalarles lo que debían cumplir. Esta es la tarea principal del verdadero pastor. Se sitúa a la par de la persona y camina con ella, ayudándola en su debilidad, hasta que cobre suficiente fuerza y confianza como para caminar sola. Es una tarea que requiere de nosotros, los pastores, la disposición de aliviar parte de la carga que las personas experimentan, llevando sobre nuestros propios hombros sus dolores, luchas, angustias y penas. Este es el camino que escogió Cristo. No nos gritó instrucciones desde el cielo, sino que descendió para pararse a nuestro lado y caminar con nosotros.
Mucha ambición, poca vocación
Un tercer elemento que Cristo censuró en los fariseos era su desmedido afán porque el pueblo los reconociera, por encontrar la forma de sobresalir de las masas que los rodeaban. Denunció «que hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres pues agrandan sus distintivos religiosos y alargan los adornos de sus mantos. Aman el lugar de honor en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, y los saludos respetuosos en las plazas y ser llamados por los hombres Rabí» (6–8).
El afán principal de los fariseos era destacar las diferencias que existían entre ellos y el resto del pueblo. Para lograr esto utilizaban ropa llamativa, reservaban los lugares de honor en los banquetes e insistían en que la gente se refiriera a ellos por sus títulos. No querían que nadie los confundiera con el grueso del pueblo judío de la época. El cuadro guarda una escalofriante similitud con la proliferación, de estos tiempos, de pseudo-líderes que se desviven buscando qué título añadir a su nombre para presumir que sobre ellos reposa una «unción» que otros no poseen, los nuevos «apóstoles y patriarcas» que tanto se han incrementado en estos días. Nuestra efectividad en el ministerio depende del grado de cercanía que logremos a las personas que intentamos ayudar. Cuanto mayor sea la distancia entre nosotros y ellas, menor será el grado de impacto que tengamos sobre sus vidas. Esta es la razón principal por la que nadie consigue transformar personas con un ministerio que es exclusivamente de plataforma.
Desde el púlpito podemos inspirar a la gente, pero para provocar cambios sustanciales en sus vidas deberemos escoger el camino de Jesús: es decir, necesitamos caminar entre la gente, conocer sus angustias, llorar con ellos, comer en los mismos lugares que ellos comen y frecuentar los ambientes donde ellos desarrollan sus actividades cotidianas.
Por esta razón, el pastor que quiere ser eficaz rechaza todo aquello que incremente la distancia que existe entre su vida y la del pueblo. Si se aleja de la gente, habrá reducido notablemente las posibilidades de impactar a los que lo rodean.
Para conocer las alternativas que propone Jesús al estilo de los fariseos, lea el artículo: «Entre ustedes, no ha de ser así». (próximamente en DesarrolloCristiano.com)

Primera publicación en Apuntes Digital II-6. ©2010, Desarrollo Cristiano Internacional. Todos los derechos reservados.

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